Lea tiene once años.
Es una niña-mujer-franco-catalana, que nació en Suiza (tiene alma suiza, dice su padre), vivió en Shangai y ahora en México. En un año estará viviendo en la India.
La conocí y me sedujo.
Me hubiera gustado ser como ella a su edad. O tal vez ya no lo recuerdo, y yo era como ella a su edad.
Tiene nombre de princesa, pero no le gusta que se lo digan.
Tiene ojos con expresión de reina, y en el fondo lo sabe.
Tuvimos varios acercamientos, breves pero intensos. Me preguntaba cosas importantes y otras no tanto. Sabíamos, sentíamos que había esa conexión invisible entre las dos.
Bajaba al mar, a las olas y ella me acompañaba. Las mirábamos, las sentíamos, y a veces cruzábamos algunas ideas.
Además, se enamoró secretamente de mi hijo.
De todo lo que platicamos, hay algo que quedó grabado en mi memoria. Me lo dijo con ese acento que ni es catalán, ni francés, ni suizo, pero que intenta ser mexicano:
"Mira, yo no se que ha pasado. Yo recuerdo cuando era pequeñita, que veía a mi papá enorme. Y cuando me cargaba, sentía que el espacio entre el piso y yo, era inmenso, y nunca sentí que me fuera a caer...Pero ahora que he crecido, la verdad es que no sé si lo que ha pasado, es que mi padre se ha encogido..."
No le respondí, solo le sonreí, y toqué su cabeza, realmente habiendo querido abrazarla y reírme con ella de sus crecimientos, tan incomprensibles para ella, a sus once años.
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