Cuando nacieron los niños, las tías, las abuelas, las vecinas, todas lo decían...Y yo no lo creía...
Los niños, al caer la tarde, justo cuando se mete el sol y salen la luna y las estrellas, no saben que pasa. Perciben justo ese instante...Ese que me decías, cuando el día se pierde en la noche.
La hora cero decían mis amigas.
La hora del baño, de la merienda, de las hojas de lechuga en la tina, de la leche tibia, de la avena gerber en la mamila con la fórmula. Las gotas de lavanda en la almohada para que caigan rendidos. La hoja de lechuga debajo de la almohada igual...Que ya no coman dulces, -nada de azúcares, chocolates-, para que no se exciten...
Seguí todos los remedios recomendados y otros inventados: el cuento, el piojito, las caricias en los cachetes, en la frente, el mameluco calientito, la cobija especial, el oso diferente a todos, la música de Mozart, la de clásicos para bebés.
La realidad es que detrás de ellos caía yo rendida, a las siete u ocho de la noche...
Pero ahora, años después, muchos años después, la que se inquieta al caer la noche soy yo.
No porque no me guste la oscuridad, las estrellas, los misterios, los secretos y los silencios que trae consigo...
Sino por los insomnios que me atacan. Por abrazar el vacío.
Empiezo a querer hablar con alguien, a no escuchar cierta música que me pone nostálgica, a querer un abrazo, a estar con alguien, alguien que me distraiga de ese momento...
Estar con ti, con mi...
¿Dónde estás?
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