
Domingo, y estoy parada en el quicio de la puerta. Tengo la reja negra, fuerte y elegante que mandó hacer el artista de los ojos azules para tener mas seguridad a mi espalda.
Veo al frente, el edificio, luego la calle, y terminan mis ojos en la banqueta. Escucho las campanadas de una de las cientas iglesias que rodean el número 4 de esta calle.
Siento el sol, y me transporta en brincos a las mujeres que me dieron vida. Seguramente, al menos una mujer en cada una de estas generaciones, al menos una, hizo lo mismo que yo algún día: pararse en el quicio de la puerta, una media mañana de primavera, con el sol pegando en la cabeza, viendo la banqueta, la calle, y el edificio de enfrente.
Ahora es diferente: hoy domingo la calle tiene coches estacionados en paralelo a ambas banquetas, entre ellos el mío. Los franeleros apartan lugares en la calle con carcasas de computadoras viejas. Hasta con el pedazo roto de un escusado.
Todo esto pasó en segundos, todo vino a mi mente, en ese momento de paz acompañada de sol, de campanas, de vista y de presencia de otras vidas. Él me llamó dentro, y yo, sacudí las manos en el mandil que traía puesto, -tal como el de mi sueño del otro día-, y me sacudí éstos pensamientos, aunque en ese instante me arrepentí y detuve las manos a la altura de los iliacos: "¿por qué tengo que abandonar esos pensamientos?, puedo seguir trabajando en el taller, sintiendo todas esas vidas, todas esas presencias, a todas mis mujeres".
Cerramos puertas, ventanas, cubrimos con una tela negra cualquier presencia de luz.
Y revelamos el día anterior.
Hicimos magia.
Y en una foto, la gran mujer de los ojos verdes de Diosa enamorada, me capturó en el edificio de enfrente, sonriéndole a todas las mujeres que me veían desde el quicio de la puerta del número 4, sonriéndome igual.