martes, 19 de enero de 2010

La historia de mi cuerpo

Anoche un relámpago imaginario me despertó. En un segundo estaba con los ojos abiertos, como un búho, alerta, consciente. Daba vueltas en la cama, inquieta, acalorada, después con frío, con ansiedad, y entonces decidí visitarte. No fueron mas que tres muros los que tuve que cruzar. Llegué tu cama, y estabas exactamente como te imaginaba: dormido sobre tu lado izquierdo, profundamente dormido. No quise despertarte, pero lo hice cuando me acomodé detrás de tu espalda. Entonces despertaste y me miraste con esas avellanas que tienes por ojos. Sonreíste. Mi corazón empezó a latir, y te dije: "Te voy a platicar la historia de mi cuerpo..."

Tomé tus dedos y los pasé por mi cara. Te enseñé las líneas y las pecas. Te platiqué que eran resultado de todas mis sonrisas, de todos mis soles, de muchas alegrías, de demasiadas carcajadas. De muchas caras de asombro, las besaste, las probaste, y te supieron a mar, a agua dulce, a leche con chocolate las pecas, mi boca te supo a fresas y a azúcar. Bajaste los labios besando mi cuello, haciéndome reir mientras llegabas a la clavícula que sabía a pan tostado. Menos pecas, menos chispas de chocolate. Tocaste mis hombros, los besaste, sonreíste. Te supieron, igual que mis brazos, a agua de alberca y a almendras. Te dije entonces que habías adivinado. Lo que mas me gusta hacer cuando nado en las mañanas, son brazadas: sentir cómo jalo el agua y estiro completamente y giro totalmente los hombros. Mi espalda te supo a muchas marcas de traje de baño tatuadas en ella: el de tirante grande, el de las equis, el bikini del fin de semana con el que trato de emparejar los capuchinos ligeros, medios y cargados que te supieron allí.
Volteaste mi cuerpo y viste las líneas de mi pecho. Te platiqué la historia de cómo me pesaban y que decidí entrar un día en un hospital para que me quitaran los males que me aquejaban. Probaste el sabor de las líneas, y no te supieron a nada. Probaste mis pechos, y te supieron a toronjas rosadas, y mis pezones te supieron a vino blanco y a estrellas. Seguiste mas abajo. Las costillas te supieron a suspiros y a auroras boreales, y después colocaste tu mano abierta sobre mi abdomen. Ni tu no yo hablamos. Nos quedamos viendo. Sentiste mis respiraciones, sentiste los latidos de mi corazón. Sentiste mis deseos, mis pasiones, mis alegrías, mis tristezas, mis intereses, mis amores y mis no amores. Quisiste meter el meñique en mi ombligo para sentirlo y no pudiste, entonces metiste la punta de la lengua y el sabor era el mango mas dulce que hubieras probado jamás. Te supo también a Irlanda, te supo a Oaxaca, a chocolate y a mole. Te dije que si, a eso debía saberte, a mis raíces.

Llegando a la barriga, te conté de sus rayas. Cuando mis hijos estuvieron allí dentro, ellos pateaban balones, los botaban y los lanzaban. Yo les decía que a mi me gustaban las patadas en el agua, nadando, pero ellos me contestaban: -No mami, a nosotros nos gustan los balones-, y seguían pateandolos y creciendo descomunalmente en mi barriga. Hasta que las patadas y los niños no cabían mas, y empezaron a romper mi barriga. Tocaste las rayas con los dedos y te olieron a balones, a niños, a partidos, a medallas, a trofeos, a lágrimas por derrotas y a lágrimas por felicidades...

Tus ojos se posaron entre mis piernas. Te dije: “sabe a higo, a miel, a estrellas, a infinito, a universo, a cometas, a lo que nunca te has imaginado”. Sonreíste y me dijiste que eso lo probarías cuando estuviéramos en un sueño pero despiertos.

Mis piernas te supieron a almendras también. Y entonces te platiqué la historia de cuando era chiquita y mi mamá después de bañarnos nos ponía crema de almendras en todo el cuerpo, la crema tenía trocitos picados de almendra, se llamaba Crema de Ibañez, y nos decía: “Me lo van a agradecer cuando sean grandes y les digan que tienen piel suave como leche de almendras”.
Te platiqué de los años que me dolió el muslo izquierdo por mi caída en bicicleta en la que creí que me iba a morir, entonces lo probaste y te supo a todo lo que me pasó: la bajada en la que se me atoraron los dedos y no pude frenar la bici de mi primo. Te supo a mis diecisiete años, a mi felicidad de ese verano en Irlanda, te supo a los gritos de mi prima que venía detrás y veía que me iba a estrellar. Te supo a la carretera con el tractor que venía cruzando, te supo a los niños que vieron como me estrellaba con la barda que saltaba dejando la bici atrás. Te supo a lo que ví por unos instantes: el paisaje verde, el castillo derruido en el fondo, al mar, al aire frío de verano, a mi miedo ahora a salir en bici sola a la calle, a mi miedo a que no sirvan los frenos en la bajada de la casa...Mis rodillas te supieron a tierra mojada, a veranos, a agua, a fogatas, a arena de mar, a lágrimas por la cicatriz que tengo que me hice a los diez años que no me dolió tanto como el haber tenido que dejar de nadar por ¿dos días, una semana, un mes? No lo sé, para mi fué una eternidad...

Mis pantorrillas te supieron a tacones, a medias cuando las usaba, a lunares extraños, a pasos fuertes, a decisiones, y mis pies: esos te dije no se tocaban por que me ponía muy ansiosa...

Entonces me dijiste: vete a dormir. Duerme sobre tu lado derecho, yo dormiré sobre mi lado izquierdo, y así nos estaremos viendo toda la noche...

Esa fué la historia de mi cuerpo...cuando te la conté anoche...

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